octubre 18, 2008

Un solemne día palaciego

Edgar Piedrahita

Me levanté como a las seis y media de la mañana. Todavía las lagañas de un sueño interrumpido por el frío en mis pies, no me dejaban divisar la luz del cerro que me pegaba en la cara. Quería quedarme acostado hasta el medio día, pero el compromiso de la Organización Mundial me acosaba siempre la mente. Además tenía que hacer el informe sobre el plagio, y presentar la ponencia frente a todos los Embajadores que llegarían a eso de la media mañana. Levanté mi cabeza, sin respiro, y entré rápidamente al lavado para bañarme con el agua caliente que siempre quemaba mis pies. Olvidé la toalla para secarme y me puse una camiseta blanca para protegerme del fío – aunque en realidad era para que nadie viera mi pecho velludo que siempre me daba pudor mostrar. Tomé una larga toalla blanca, ya un poco raída, pero todavía blanca, impoluta. Entré a la ducha y comencé a bañarme. Pensé en el ajetreo que tendría para llegar a la Organización Mundial. No tenía carro, y no quería que me adjudicaran uno diplomático que me recogiera todos los días, porque los alardeos institucionales y los choferes me incomodaban.

En el cuarto, cerré la puerta y abrí el clóset para ponerme lo de siempre: el traje negro de paño crudo, camisa de algodón blanco impecable, y corbata negra de seda. Ese conjunto significaba mucho para mí, porque era muy apegado a las ceremonias, y ese conjunto reflejaba a la perfección el rito del día. Me senté en la mesa de la cocina para tomar algún café, en un pocillo alto de porcelana blanca que tenía el logo de Naciones Unidas. Espulgué la ensalada de frutas que tenía papaya, piña, y fresas, que estaba servida para refrescar el galillo caliente, por la flema mañanera. Me tomé un jugo de naranja, le mezclé un poco de miel fresca, para cambiar un poco el sabor.

This Week in New York: twi-ny.com - un rose garden view

Salí del pasillo que me conducía a la calle, y esperé el autobús en la esquina. Estaba rodeado de niños que se alistaban a esperar la ruta para el colegio, y algunos ancianos con sombreros negros que iban seguramente al centro a leer el periódico y hablar de sus aventuras juveniles. Permanecía como una estatua, vestido con bufanda de lana negra que colgaba como estola porque aún no me azotaba el frío nebuloso. Pasó el bus blanco de ruta central, que me llevaría a la Organización Mundial. El conductor abrió la puerta, me miró con seriedad, y alzó levemente sus cejas, como en señal de saludo. Yo lo miré y le respondí con un “buenos días”. Me senté en la parte trasera del colectivo, porque siempre miraba los movimientos de los pasajeros. Era un puesto privilegiado porque me sentía como en conducción general, como si estuviera dirigiendo una orquesta filarmónica; porque atrás, en el asiento del medio, siempre veía las cabezas, e incluso jugaba con los pensamientos de los otros.

Cuando llegué a la Organización Mundial, había tres policías en la puerta principal. En la izquierda una mujer alta, acompañada a su derecha por un policía de la sección diplomática, mientras esperaban que el tercero, encuadrara la foto en el umbral del palacete alfombrado de la Organización. Enseguida noté que estaban escoltando a la Embajadora de Austria que ofrecía en el vestíbulo una Rueda de Prensa. En el centro de la entrada principal, se fijaba un grande arreglo de flores, con especies de la sabana fría, cuya base de madera –pintada varias veces con laca catalizada– soportaba el ramo abultado que era imponente a la luz de sus visitantes. Todo estaba alfombrado de color rojo, con un tapete denso de pelusa corta, que tenía en su curso las pisadas de cientos de funcionarios diplomáticos.

Pasé por el tumulto del gentío, entre periodistas, asesores, asistentes, y curiosos, y escuchaba con atención disimulada, las respuestas de la Embajadora sobre el acuerdo de los escudos antimisiles y las tensiones con los países de la Europa oriental.

Una vez adentrado en los fríos edificios del palacete, tomé del Jardín de los Novios una flor silvestre para entregársela a la secretaria de la Sección de Asuntos de Seguridad Hemisférica, la sección donde pertenecía. Cuando me disponía a pulsar el botón del ascensor al quinto piso, me quedé pensado por qué a ese jardín le llamaban así, y miré al frente donde el operador del antiguo elevador me sonreía como congraciado con la pinta del día, pronunciando un “Buenos Días”, para adular con prestancia mi presencia en la Organización Mundial.

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