marzo 23, 2009

A paso lento

El domingo 14 de marzo de 1953 Armando Castiblanco partió desde Tablilla hasta Malagata en el tren de las ocho y treinta de la mañana. No llevaba en sus manos sino las arrugas más viejas de su cuerpo. Su sencilla camisa amarilla y su desgastado pantalón gris fueron prendas de mucho asombro para los demás viajeros, que vestían las telas más finas del último siglo. Las señoras hablaban de las fiestas de San Jerónimo como un evento en el que se podrían encontrar muchachos adinerados que se casaran con sus hijas, las pobres ingenuas creían que las fiestas se prestaban para compromisos. Los señores, por su parte, no tan viejos como Armando Castiblanco, contaban que querían encontrar oportunidades de vender más cabezas de ganado que en cualquier otra temporada del año. El tema era siempre el acercamiento a personas de clase alta como ellos, en el que nunca era importante el goce de las fiestas en sí mismo, sino la capacidad de lograr compromisos aparentemente amorosos y la habilidad de hacer negocios que pudieran sostenerlos.

En los viajes en tren uno nunca sabe a quién puede encontrarse. Los cuchicheos de las muchachas, acompañados de risas, iban seguidos de los suspiros nerviosos de algunos padres mientras otros mantenían una expresión digna. A veces se escuchaban nombres de viejos amores, anécdotas sobre tiros y cachetadas, o simplemente amenazas de muerte a hombres más pobres que sus suegros. Las jóvenes tenían vidas borrascosas a pesar de sus vestidos. Historias como esas eran comprensibles en aquella época, si tenemos en cuenta que eran mujeres con menos de dieciocho años, que habían sido amamantadas con la búsqueda del dinero fácil y educadas con una sofisticada criminalidad.

Armando retiró la mirada del río, la fijó en los ojos del hombre que estaba en frente de él y sonrió, pero el empresario de bigote negro y ceño fruncido centró su atención en los rostros de sus dos parcos compañeros, los cuales ignoraron durante todo el recorrido al campesino de su izquierda. Dos horas más tarde, con el calor moribundo que hacía en esos trenes, Armando cerró los ojos, recostó su cabeza en la silla y apretó fuertemente el sombrero que llevaba en las piernas. La cabeza del humilde anciano enseguida giró cómo por sí sola hacia donde estaban los negociantes y sus ojos se abrieron lo suficiente para ver el mismo ceño fruncido que lo había ignorado unas horas antes. Ese año los pobres no trabajaban para viajar en tren y ni merecían hacerlo, los trenes no eran fabricados para ellos. Armando, con una seguridad que el empresario podría no haber visto antes en los pobres, prefirió ver la llanura y en pocos segundos se quedó dormido.


Cuando el tren se detuvo en Malagata, lo primero que notó después de su corto descanso fueron los vestidos caros y la risa de la burguesía de la región; el ambiente en el tren así lo había predicho. El reloj de la estación marcó las once en punto, y con la lentitud natural que caracterizaba a los campesinos ancianos de las poblaciones cercanas, se sumergió entre la multitud del pueblo, dispuesto, como siempre, y como era su misión, a cuidar del hijo que tanto le había amado y por el cual había llegado a tan lejana edad.

Como secuela de las visitas del presidente de turno a lo que había sido un olvidado municipio ganadero, los primeros rasgos de la hipocresía fiestera que se veían en aquella época en Malagata, no dejaban espacio para que los ancianos denominados “inútiles” como Castiblanco fueran tratados con respeto. Fue así, que los transeúntes y su arrogancia inherente lo golpearon con sus sombrillas, sus bastones y sus abanicos para alejarlo rápidamente de ellos, cómo si él fuera un animal enfermo que repartiera lástima a cada paso.

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Miguel Ángel Ortíz. Barranquillero, 20 años. Estudia economía en la Universidad Nacional de Bogotá. Desde pequeño escribe cuentos y poemas, sobre todo de misterio, desamor e inocencia.

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