junio 05, 2008

En el bus

Todo sucedió en cuestión de segundos.

Ella estaba allí, serena y distraída, colmada con la serenidad que sólo concede, precisamente, la distracción. Sus ojos, tan cerca de la ventana, parecían revisar con indiferencia todas aquellas cosas que el bus, en su estrepitosa carrera contra el tiempo, esquivaba con rapidez.

Intenté que su mirada se cruzase con la mía, pero todo fue en vano: los constantes brincos y serpenteos del vehículo hacían difícil aquella empresa, por lo que me tocó conformarme con saber que ella permanecía sentada al final del bus, ignorando mi presencia. Yo estaba de pie, sudando como el que más, con una mano aferrada a un tubo sucio y otra sujetando mis pertenencias.

Como de costumbre, me dirigí hacia el fondo del pasillo, pausadamente. Poco a poco, su rostro se me hacía enorme y claro, lleno de detalles. Los ojos esta vez estaban cerrados, la cabeza recostada a la silla, y mi momento, seguro, se acercaba.

Confieso que lo pensé dos veces: mi deseo no era interrumpir su plácido sueño, pero un ímpetu tan arrollador como necesario me obligaba a hablarle. Lentamente extendí mi mano, le arrojé las galletas, y exclamé con voz ronca:

– A trescientos, dos en quinientos.

Despertó inmediatamente, frunciendo el ceño y visiblemente contrariada. Por un instante cruzó sus ojos con los míos: dijo que no, que gracias, me entregó los dulces y siguió mirando por la ventana.

Una venta menos, si, pero nadie puede decir que no lo intenté.

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Matías Sorel. Escribe para librarse -más mal que bien- de la angustia que le produce no saber nunca cómo decir las cosas, como si eso no fuera en estos tiempos una pandemia. Ha recitado y publicado sólo una vez. Tiene 22 años.

1 opiniones:

Anónimo,  3 de septiembre de 2008, 17:01  

aun te quedarán ventanas...

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